La verdad entre bloques: justicia, poder y libertad en tiempos de fe ciega
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En un tiempo donde la verdad es más una mercancía que una virtud, resulta imprescindible detenernos y pensar: ¿Quién sostiene la verdad? ¿Quién la distribuye? ¿Quién la sufre?
La consigna bíblica que reza “La verdad os hará libres” ha sido canonizada tanto por púlpitos como por tribunales y redacciones. Pero en la práctica, esa libertad parece una ironía amarga. La verdad no solo libera: también condena, oprime, estigmatiza. En ocasiones, no nos emancipamos con ella, sino que nos encadenamos.
El filósofo Michel Foucault advirtió con lucidez precisa que la verdad está íntimamente ligada al poder. No existe una verdad neutral. Lo que llamamos “verdad” es el resultado de un régimen discursivo impuesto por instituciones —la ley, la religión, el Estado, los medios— que no solo dicen lo que es verdad, sino quién puede decirla, cómo debe decirse y a quién sirve esa verdad. Por eso, la justicia institucional muchas veces se torna un aparato de vigilancia más que de emancipación: una maquinaria de control vestida con toga.
Nietzsche, más radical aún, puso el dedo en la llaga de la modernidad: “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”. Para él, no hay una verdad única sino interpretaciones, y las verdades absolutas son herramientas de dominación. La religión, por ejemplo, ha jugado —y juega— un rol doble: consuelo para los oprimidos, pero también dogma que justifica estructuras de obediencia. En nombre de la verdad divina, se ha callado al diferente, al disidente, al libre pensador.
Desde otro punto, Erich Fromm nos ofrece una visión más esperanzadora, pero igualmente crítica. Su análisis del autoritarismo muestra cómo el ser humano, ante el vértigo de la libertad, prefiere a veces refugiarse en la obediencia. Abandona su capacidad crítica a cambio de seguridad. Así, el ciudadano moderno —aunque viva en una democracia— sigue temiendo la verdad que lo obliga a cuestionar. Prefiere consumir versiones pre-digeridas de la realidad, servidas por medios que responden al poder económico o político.
Entonces, ¿quién paga el precio de la verdad? Lo hacen los periodistas asesinados por investigar al crimen organizado o a la corrupción gubernamental. Lo pagan los activistas religiosos que denuncian abusos dentro de sus propias instituciones. Lo sufren los ciudadanos que se enfrentan a la impunidad desde trincheras solitarias. Y, sobre todo, lo carga la sociedad, cuando opta por el silencio cómodo en lugar del compromiso incómodo.
La justicia —como valor y como institución— debería ser el espacio donde la verdad se protege, no se negocia. Pero en la medida en que el poder define qué verdad importa, el sistema judicial puede convertirse en una parodia de sí mismo. No basta con que los jueces existan: deben ser independientes, formados en ética y conscientes del lugar que ocupan dentro de una estructura social desigual.
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El periodismo, por su parte, no puede seguir actuando como caja de resonancia del poder. Necesita recuperar su papel incómodo, irreverente, que raspa la superficie de la realidad. Debe volver a ser contrapeso, no vocero. Para ello, es necesario que el Estado garantice su seguridad, su independencia y su acceso a la información, sin represalias ni espionaje.
La religión, en su vertiente más humana, también debe mirar hacia adentro. En lugar de reforzar dogmas que someten, debe abrirse al diálogo, a la compasión y a la justicia social. Como diría Fromm, debe dejar de adorar al dios del poder para volver al dios del amor.
¿Y el gobierno? El Estado tiene la responsabilidad ineludible de crear condiciones para que estas libertades sean reales:
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● Reformar sistemas judiciales capturados por intereses facciosos.
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● Proteger a los periodistas y castigar con firmeza a quienes los persiguen.
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● Garantizar educación crítica desde la infancia fomentando la filosofía para formar ciudadanos que no teman la verdad, sino que la busquen.
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● Promover el pluralismo religioso y el laicismo activo que permita convivir sin imponer creencias.
Porque sí, la verdad puede hacernos libres, pero solo si hay condiciones para ejercer esa libertad. De lo contrario, se convierte en una celda: una en la que sabemos lo que ocurre, pero no podemos hacer nada. Una en la que, como advirtió Foucault, creemos ser libres mientras obedecemos el guión que nos fue asignado.
En este enfoque, la frase que inaugura esta reflexión cobra una nueva dimensión: “La verdad nos hará libres, pero también nos puede volver prisioneros”.
La salida, quizás, no está en desechar la verdad, sino en disputar sus custodios. En construir una sociedad donde no solo se diga la verdad, sino que se pueda vivir con ella.
La salida, quizás, no está en desechar la verdad, sino en disputar sus custodios. En construir una sociedad donde no solo se diga la verdad, sino que se pueda vivir con ella.
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