Justicia, poder y subjetividad en la modernidad

Artículos relacionados
Nadie quiere ser dominado; todos quieren dominar. Pero cuando ambas partes coinciden, el dominador y el dominado han quedado neutralizados. Ahí, quizás, podemos llamarle justicia”.
En tiempos donde el término “justicia” se invoca con facilidad pero rara vez se problematiza, como lo que vivimos en México y en Tamaulipas, es necesario detenernos a preguntar: ¿de qué hablamos cuando hablamos de justicia? ¿Se trata de un principio universal o de una construcción política, moldeada por la historia, el lenguaje y las relaciones de poder?.
En la modernidad tardía, esa pregunta ha dejado de ser meramente filosófica. En un mundo dividido por desigualdades estructurales, tensiones ideológicas y narrativas enfrentadas, la justicia parece menos una entidad estable y más un campo de batalla. Un terreno donde chocan intereses, subjetividades y dispositivos de control.
Desde la hermenéutica contemporánea, Hans-Georg Gadamer reflexiona que el entendimiento humano no accede a verdades universales, sino que interpreta desde horizontes históricos condicionados. En Verdad y método, Gadamer sostiene que nuestras ideas sobre lo justo están atravesadas por los prejuicios culturales y lingüísticos que heredamos, de manera que la justicia nunca es neutra, sino contextual y situada.
Paul Ricoeur, por su parte, habla del conflicto de interpretaciones: no existe una única justicia, sino múltiples lecturas en tensión. En esta línea, cuando una sociedad define qué es justo, lo hace excluyendo otras voces, muchas veces las del dominado o el disidente. La justicia moderna, en consecuencia, no puede ser comprendida sin considerar sus silencios.
La tensión entre dominador y dominado evoca directamente la dialéctica hegeliana. En la Fenomenología del espíritu, Hegel sostiene que el reconocimiento mutuo entre individuos es el fundamento de la libertad. Sin embargo, ese reconocimiento se ve truncado cuando una de las partes asume el papel de amo y la otra el de esclavo. La superación de esa contradicción —el momento en que ambos se reconocen como iguales— es, para Hegel, el punto de nacimiento de la justicia.
Mientras que Karl Marx lleva esta idea al plano material. La justicia, dirá Marx, no puede existir mientras subsista una estructura económica que reproduce desigualdad y explotación. El derecho, bajo el capitalismo, no es otra cosa que la voluntad de la clase dominante convertida en ley. La neutralización del conflicto entre dominador y dominado solo puede lograrse, para Marx, mediante una transformación radical del orden social.
Pero es Michel Foucault quien aporta quizás la crítica más punzante al concepto moderno de justicia. En Vigilar y castigar (1975), Foucault desmantela la imagen ilustrada del derecho

2 / 2
como instrumento racional. Para él, el sistema judicial moderno no es un paso hacia la civilización, sino un mecanismo más sofisticado de control social.
Foucault muestra cómo la justicia penal moderna —con sus tribunales, prisiones y archivos— no busca tanto castigar el crimen como producir sujetos obedientes, dóciles, interiorizados en su autocontrol. La justicia deja de ser un fin moral y se convierte en un dispositivo de vigilancia extendida, legitimado por el discurso jurídico pero motivado por la conservación del orden.
Lo más perturbador del análisis foucaultiano es su vigencia. En una sociedad hiperregulada por algoritmos, cámaras, inteligencia artificial y burocracia punitiva, la justicia parece haber dejado de ser una promesa de equidad para convertirse en una administración del riesgo, donde se castiga la desviación más por su potencial disruptivo que por su daño real.
Y, sin embargo, a pesar de la crítica, queda una ventana abierta. La frase con la que abordamos este artículo —cuando dominador y dominado coinciden en que han recibido lo que merecen— sugiere una noción de justicia no como verdad objetiva, sino como acuerdo subjetivo, como reconocimiento mutuo desde posiciones distintas.
Esa justicia, la que surge del consenso intersubjetivo, es frágil, negociada, inestable. Pero quizá es la única forma auténtica de justicia en un mundo donde no hay certezas universales (como sucede en la fase de mediación según sea el caso), sino discursos que compiten por imponerse.
Por ello, la justicia no puede seguir pensándose como un absoluto. Ni como neutralidad institucional, ni como utopía normativa. Más bien, debe entenderse como el resultado de relaciones de poder en disputa, de interpretaciones históricas, de cuerpos que resisten y de estructuras que vigilan.
Mientras que la modernidad ha sofisticado sus mecanismos, pero no ha resuelto su contradicción fundamental: todos quieren justicia, pero no todos coinciden en qué significa. Y quizá —como señala Foucault— la verdadera justicia será aquella que logre poner en crisis su propio aparato, abriendo paso no a la dominación ilustrada, sino a la posibilidad radical de escuchar al otro.
Show More

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button