Armando Martínez Manríquez: entre la sequía, la inundación y la política sin aspavientos

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En una época donde la gestión pública suele ir acompañada de reflectores y propaganda excesiva, la figura del presidente municipal de Altamira, Armando Martínez Manríquez, se enmarca más por su persistencia que por la grandilocuencia. Gobernar en tiempos de crisis climática no es tarea menor, y mucho menos cuando se trata de una región como el sur de Tamaulipas, donde los contrastes entre sequía e inundaciones forman parte del ciclo natural, pero también de la política social.
Martínez Manríquez ha gobernado en dos tiempos, como si se tratara de estaciones políticas: en la escasez y en la abundancia, en la sequía y en la lluvia. Y, en ambos momentos, su administración ha mostrado —de manera tangible— una cercanía institucional hacia los sectores más vulnerables. En un entorno donde la ciudadanía suele percibir al poder como distante, los hechos marcan la diferencia.
No faltan las voces críticas —como en toda democracia saludable— que cuestionan sus decisiones o la velocidad con la que sus políticas públicas se reflejan en resultados concretos. Pero, como en el periodismo de profundidad lo esencial no es lo inmediato, sino el fondo: las obras que no brillan hoy, podrían cimentar el mañana. Lo cierto es que Martínez Manríquez ha optado por enfocarse en la obra pública silenciosa, esa que no aparece en cada boletín pero que cambia la cotidianidad de las comunidades rurales, de manera casi quirúrgica.
Una prueba innegable de su visión a largo plazo es el lapso legislativo del 8 de marzo de 2007, cuando como diputado local impulsó el Proyecto de Decreto mediante el cual se declara elevada a Villa Cuauhtémoc, antes conocida como Estación Cuauhtémoc, del Municipio de Altamira, Tamaulipas (Gaceta Parlamentaria de la LIX Legislatura, número 139, tomo I). En tribuna, su discurso revelaba no solo convicción, sino una comprensión profunda de la relevancia histórica y simbólica del acto: “Es una lucha que han emprendido durante muchos años los pobladores de Estación Cuauhtémoc… Estoy convencido que con esta acción legislativa… Cuauhtémoc va a tener un detonante y un desarrollo sin precedente en su historia”.
En el mismo acto anunció con precisión técnica la construcción de un Centro de Salud para esa comunidad, detallando su infraestructura: consultorios médicos, consultorio dental, farmacia, área para residuos biológicos, incluso un espacio techado para la promoción de la salud. Una obra de más de tres millones de pesos, con un área de construcción de 187.82 m². En el tiempo de promesas etéreas, aquella intervención legislativa ofrecía una radiografía exacta de lo que vendría.
Veinte años después, el político convertido en alcalde retoma aquella lógica de atención territorial. Las inundaciones de este 2025, provocadas por la intensificación del cambio climático, exigieron una respuesta rápida y coordinada. Martínez Manríquez gestionó —ante el Gobierno del Estado— asistencia humanitaria por vía terrestre, aérea y lacustre. No como acto propagandístico, sino como deber de Estado.

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La memoria colectiva puede ser frágil. La generación que vivió la elevación de Cuauhtémoc a Villa recuerda su impacto. La actual —muchas veces anclada en lo inmediato— olvida que un cambio de categoría territorial puede detonar beneficios económicos, fiscales y de infraestructura. A veces, el verdadero poder no está en gritar desde una tarima, sino en gestionar silenciosamente desde el escritorio.
Sin embargo, la política no es terreno estéril de ideales. También se contamina con la demagogia de quienes, ayer, desde la oposición, insultaron a las comunidades, despreciaron su pobreza, e incluso se burlaron de su afiliación partidista. Aquellos que llegaron a llamar “pulgosos” o “muertos de hambre” a los simpatizantes de MORENA, hoy regresan —como almas arrepentidas— repartiendo despensas porque desean estar bajo el logo del partido al que antes escupieron. El problema no es el acto de ayuda, sino la manipulación de la necesidad y el olvido deliberado de los agravios.
En ese contexto, cabe la advertencia moral: “la lengua no tiene hueso, pero rompe costillas”. El pueblo puede perdonar, pero no siempre olvida. Como dice el adagio popular: “a las gallinas se les acaricia, pero terminan en mole”. No todo quien hoy se acerca lo hace por redención. Muchos lo hacen por cálculo.
No es casualidad que en la reelección de 2024, Armando Martínez Manríquez haya vencido en las urnas y, aún más revelador, que su adversario político del pasado terminará sumándose a su proyecto. La ciudadanía no vota siempre por el mejor discurso, sino por la memoria de quién sí regresó al ejido, quién sí llevó agua donde no había, quién sí habilitó caminos donde sólo había brechas.
Hoy no estamos en sequía. Y hay agua. Literal y simbólicamente.
Pero la verdadera sequía no es de agua, sino de liderazgos congruentes.
En tiempos de catástrofe ambiental, la política debe ser herramienta, no espectáculo. Por ello, antes de criticar, vale mirar el pasado, vivir el presente y proyectar el futuro.
El análisis no radica en endiosar a un político. La intención es más compleja: señalar que aún en un México fragmentado por la polarización, existen formas de gobernar con memoria, sin gritar, y con resultados.
Porque, como ha quedado claro, la verdadera política no se improvisa, se construye a largo plazo. Aunque a veces, no salga en la primera plana.
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