Criminalizar la información: cuando el derecho penal amenaza a la prensa

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Por momentos, los sistemas democráticos revelan su fragilidad no en los grandes discursos, sino en los casos concretos donde el poder decide a quién señalar. El proceso iniciado contra el periodista Rafael “Lafita” León Segovia, acusado de delitos contra la seguridad pública tras informar sobre un hecho de violencia ocurrido en una zona turística de Veracruz, es uno de esos episodios que obligan a una reflexión profunda sobre los límites del Estado y el papel de la prensa.
El núcleo del problema no puede pasar por desapercibido: ¿puede el ejercicio periodístico —informar sobre hechos reales y verificables— ser equiparado a conductas propias del terrorismo o de una amenaza a la seguridad pública? Desde una lectura jurídica seria, la respuesta es negativa. Desde una perspectiva democrática, el solo planteamiento de esa posibilidad resulta inquietante.
La Constitución mexicana es clara. Los artículos 6º y 7º consagran la libertad de expresión y el derecho a difundir información sin censura previa. Estas garantías no existen para proteger opiniones cómodas o narrativas oficiales, sino precisamente para salvaguardar la difusión de hechos que incomodan, exhiben fallas institucionales o revelan realidades que se preferiría ocultar. La violencia, en particular, es un asunto de interés público por excelencia.
El Código Penal del Estado de Veracruz tipifica el terrorismo como una conducta que exige dolo específico: la intención deliberada de provocar alarma, zozobra o desorden social mediante la simulación o falsedad de actos violentos. Informar sobre un hecho que ocurrió —y que no fue provocado ni manipulado por el periodista— carece de ese elemento subjetivo esencial. Sin intención de generar pánico, no hay tipo penal. Sin simulación, no hay delito.
Intentar forzar esta figura jurídica para encuadrar la labor informativa no solo vulnera el principio de legalidad penal, sino que abre la puerta a un uso expansivo y peligroso del derecho penal como herramienta de control narrativo. Hoy es un reportaje sobre violencia en un destino turístico; mañana podría ser una investigación sobre corrupción, abusos policiales o fallas estructurales del Estado.
El portal veracruzano Gobernantes.com, precisa que “de acuerdo con los reportes, el pretexto habría sido un incidente registrado con la abogada Leticia Zurita Dávila, quien lo amenazó: “¡Te voy a hacer un desmadre, vas a ver!, luego de que el periodista cubrió un accidente en el malecón donde se vio involucrada la hija de la abogada”.
La acción promovida por la abogada Zurita Dávila trasciende el expediente judicial. Plantea una pregunta incómoda: ¿qué se busca proteger realmente, la seguridad pública o la imagen pública?. En los estándares internacionales de derechos humanos, la respuesta es

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inequívoca. La seguridad no se construye desde el silencio ni desde la intimidación judicial, sino desde la transparencia, la rendición de cuentas y el acceso a la información.
No hay que perder de vista ni del sentido común que la criminalización del periodismo es una señal temprana de erosión democrática. No se trata de una hipérbole: cuando informar se vuelve un riesgo penal, la sociedad entera pierde su derecho a saber.
El caso de Lafita León no debería resolverse en los tribunales penales, sino en el terreno donde siempre ha estado el periodismo: el debate público, la verificación de los hechos y la responsabilidad profesional. Si hubo errores informativos, existen vías civiles, éticas y de réplica. El derecho penal, por definición, debe ser la última ratio, no el primer reflejo.
Defender a un periodista en este contexto no es un acto corporativo ni ideológico. Es una defensa del principio elemental de que contar la realidad no puede ser considerado un crimen. Cuando el Estado confunde al mensajero con la causa del mensaje, el problema ya no es de seguridad pública, sino de libertad. Y esa es una frontera que ninguna democracia debería cruzar.
Nos vemos en la siguiente entrega mi correo electrónico es [email protected]
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